08 diciembre 2013

El trabajo infantil en las ladrilleras de la pampa de Huachipa



Imagínese usted el mundo al revés. Imagínese mañana mismo, a las ocho de la mañana. Se dispone a llevar a su hijo o a su hija a la escuela. Descubre que su retoño no carga sobre la espalda una mochila, sino un emplomado pico y una pala. No una pala de playa, sino de las de verdad, de las que doblan la espalda y cuartean los dedos.

Y cuando va a ayudarle a cruzar la calle ve usted dibujadas en sus manos grietas de duras horas de trabajo bajo el sol. No puede creerlo cuando escucha “voy a trabajar” en boca de su niño, con ese tono responsable que se le pone a los menores de diez años acostumbrados a llevar a casa un sueldo todos los meses. “Esto es el mundo al revés”, piensa usted extrañado.

Al revés, según desde dónde se mire. Para Juan Huachaca, un niño peruano que trabaja haciendo ladrillos en Huachipa, una localidad del extrarradio de Lima (Perú), éste es el pan de cada día. Para él y para los 215 millones de niños y niñas que en este mundo acuden cada mañana a su trabajo, según la Organización Internacional del Trabajo (OIT).

Me dirijo a la pampa donde Juan fabrica ladrillos. Es éste un lugar sediento que, cuando no lo erizan los vientos, es piel brillante como la plata. Cualquiera diría que Huachipa se extiende plana como una mano abierta si no fuera porque, de repente, una herida honda deja el terreno hundido y lo convierte en inmensa planicie de ladrillos.

“Aquí vivo, aquí trabajo”, me dice Juan con voz cansina mientras amasa sin parar con sus pies desnudos una amalgama de arcilla y agua rascados al suelo. Vive con su familia en una casa de adobe y hojalata, ensuelada por esteras, con una sola cama a repartir, calentada por un pequeño horno a kerosén y ambientada con alegres melodías de radio que a ratos logran voltear esa tristeza sórdida de la pobreza. Juan tiene diez años, tez oscura y un pelo negro y lacio que se vuelca sobre las ventanas de sus ojos. Cada mañana labra la tierra junto a sus padres y hermanos en el interior de estas inmensas heridas del suelo.

En el mundo al revés de Huachipa no hay terrenos agrícolas, pero eso no impide que el 85% de los niños trabajen en la “labranza”, que es como aquí llaman a la fabricación artesanal de ladrillos. Antes, esta tierra estaba del derecho, pues los antepasados de Juan labraban de verdad sus cultivos. Sembraban maíz, papas y algodón. Incluso por aquí pasaba el río Huaycoloro. Ahora, en este paisaje yermo apenas sobreviven algunos árboles que miran hacia arriba, suplicándole a un cielo, siempre huérfano de nubes y de pájaros. Tan sólo brota el barro que dará forma a los miles de ladrillos que diariamente le comen la piel a la planicie.

Juan se levanta a las 03.00 y comienza su jornada a las 04.00, cuando la intemperie es aún un mar de legañas iluminado por la luna y el aire todavía llega frío como el acero. Es el momento de preparar junto a su padre el barro con la tierra robada a la explanada y el agua bebida de un pozo. Algo que tiene que hacerse de noche, para evitar que el ardor del día seque la mezcla.

Después, Juan pasará las horas ceñido a su silencio, cargando con fuerza el barro, en un reiterado trabajo mecánico. Entre gemidos de esfuerzo introducirá la tierra mojada en la gavera, una especie de molde para cuatro ladrillos, que dará la forma a cada pieza.

Cogerá una vara con esos dedos casi desmigajados por la humedad y rasurará el barro sobrante. Después, volcará los más de 15 kilos de molde al suelo. A partir de entonces, es el sol el que trabajará hasta secar la última gota de sudor a los miles de ladrillos en la pampa.

Trabajar es lo normal en Perú para más de dos millones de niños y niñas entre los 5 y los 17 años (el 28% de la población total peruana menor de edad), la tasa más alta de trabajo infantil de Latinoamérica, tras Brasil. Según la OIT, son varias las causas del trabajo infantil, pero todas ellas responden a la pobreza estructural derivada de empleos precarios y de dificultades de muchas familias para obtener recursos económicos. Por eso los niños trabajan. Porque el sueldo de un hijo es hoy un litro más de leche, o un kilo de arroz para la semana, o poder pagar a fin de mes unos cuantos litros de kerosén.

A este árido paralelismo de espejos que hacen tierra y cielo enfrentados, llegan cada día cientos de inmigrantes del interior del país, con sus trastos y omnipresente prole.

Vienen atraídos por la esperanza de mejorar su existencia, dejando atrás la cada vez mayor descomposición que sufre la agricultura tradicional en las zonas rurales. La globalización de la economía ha provocado que muchos campesinos ya no puedan vender sus cosechas en los mercados locales. Desde la entrada en vigor del nuevo tratado de libre comercio entre EEUU y Perú en 2009, los baratísimos productos de las grandes compañías agrícolas estadounidenses no tienen competencia en el mercado peruano. La administración de Washington subvenciona la producción agraria de sus agricultores de tal modo que, por ejemplo, al consumidor peruano le sale más económico el maíz “Made in USA” que el que se produce desde hace miles de años en tierras andinas.

La familia de Juan sigue “labrando”, pero no para obtener plantas de maíz, sino ladrillos. Las empresas constructoras les pagan 32 soles (unos 13 dólares) por “cosechar” 1.000 piezas al día. De no alcanzar esa cantidad diaria no se cobra, por lo que es imprescindible que todas las manos de la familia colaboren, incluso los hermanos pequeños de tres y cinco años. A sus diez años Juan ya es consciente de que su trabajo es importante para que todos en su casa salgan adelante.

Pero se queja. “Siempre mis manos acaban gastadas”, me susurra. “No me gusta mostrarlas porque tengo callos. Tengo callos aquí, aquí y aquí”, dice señalándose el contorno de sus dedos.

Cuando dan las ocho de la mañana, Juan lleva ya varias horas trabajando en los hoyos del terreno. Es entonces hora de ir a la escuela. Aunque no acude con regularidad, pues el trabajo casi definitivamente lo ha regurgitado de ella. Y si lo hace, sólo asiste hasta el mediodía pues, tras un insuficiente almuerzo, vuelve a la ladrillera de dos a cinco de la tarde. En total son siete horas de trabajo y cuatro horas de escuela, cuando va.

Entre 2000 y 2008, los programas de la OIT lograron reducir en unos 20 millones el número de niños trabajadores, pero después de la crisis global las cifras comenzaron a subir de nuevo. De hecho, la propia OIT pronostica que en 2020 habrá aún cerca de 190 millones de niños trabajadores. En Huachipa, la Asociación de Defensa de la Vida (Adevi) ha logrado al menos convencer a algunas familias, de manera que cada año 100 niños y niñas de la zona dejen de trabajar durante un año y dediquen su tiempo a ir a la escuela regularmente.

Algunas ONG admiten el trabajo infantil, siempre que no afecte al desarrollo de los menores y dejando claro las causas que les obligan a hacerlo. Manthoc, una organización peruana que representa a más de 2.500 niños y niñas trabajadores, defiende que “el trabajo es malo cuando se hace en condiciones de explotación, con malos tratos, y vulnerando nuestra dignidad como seres humanos”. Para ellos no tiene sentido que se prohíba el trabajo infantil, mientras por otro lado el propio sistema económico social les hunda en la pobreza, obligándoles a emplearse para poder subsistir.

“Mi padre me enseñó a cargar ladrillos cuando yo tenía seis años”, me dice Juan recordando sus inicios en el oficio, y añade que “al principio sólo trabajaba un poco, pero cuando me acostumbré cada vez cargaba más”. El primer día fue ilusionado, con esa sensación tan de niño de hacerse mayor de la noche a la mañana.

Pero su infancia ya no regresó. Como esos soldados que van entusiastas al frente creyendo que defenderán una causa justa y no vuelven jamás.

El trabajo en las ladrilleras es, por su particularidad, un empleo en el que son apreciadas características infantiles como el poco peso y la agilidad. Cualidades que permiten manejarse con soltura en el momento de voltear los ladrillos, de ponerlos del revés para que sequen por la otra cara. Y es que contratar a un niño son todo “ventajas” para el empresario: siempre asume que cobrará menos que un adulto, no suele conocer sus derechos, es más dócil y rara vez se integrará en un sindicato. En definitiva, los niños son arcilla que pueden modelar a su antojo.

Las “ventajas” para los niños saltan también a la vista: deformaciones óseas, trastornos músculo esqueléticos ocasionados por movimientos repetitivos, manos ampolladas, contusiones en los pies, etc... Alfredo Robles, director de Adevi, cuenta que también suelen “desarrollar una estatura muy por debajo de la que les corresponde. Además, tienden a ser retraídos porque se les carga de responsabilidades a medida que van creciendo”.

Ayer fue domingo, día de descanso, y los niños lo dedicaron al fútbol. A Juan le gusta jugar de arquero. “El arquero debe tapar bien”, dice con cierta excitación antes del partido. Si no ves la pelota te meten gol. Yo veo donde va la pelota y lo tapo”.

Cuando aún los perros y las gallinas no han abandonado la polvorienta cancha, ya veo rodar la pelota. Juan juega descalzo y con unas viejas zapatillas a modo de guantes, como si esto fuera un Mundial al revés. Siempre saca desde la portería golpeando la pelota con la punta del pie. Hasta que minutos después le escucho gritar de dolor: su dedo gordo sangra porque se le rompió la uña. “Pero, ¿por qué no te pones las zapatillas en los pies?”, le grito. La respuesta es surrealista: “Me quedan chiquitas”, dice, “tengo el pie más grande”, y añade: “Además así no me lastimo las manos cuando disparan la pelota”.

Para estas familias, las dificultades económicas se convierten en un círculo vicioso reproducido con cada generación, pues el trabajo provoca que los menores acaben abandonando la escuela. De este modo, cuando son mayores sólo pueden acceder a trabajos precarios. Y entonces se reproduce la situación, porque sus hijos acabarán trabajando también desde pequeños.

Un círculo de pobreza y de exclusión que puede marcar el desarrollo del país. Porque “todo niño que no consigue desarrollarse plenamente y alcanzar capacidades necesarias, no será capaz de contribuir como adulto a la sociedad y esto lo notará también la economía”, sentencia el responsable de relaciones externas de la OIT, Kevin Cassidy. El barro que aparece hoy dormido en la ladrillera, mañana habrá tomado forma y será un edificio en cualquier avenida de Lima. En cambio, en el mundo al revés de Huachipa, los niños no son los ladrillos con los que se construirá la sociedad futura.

Sólo la lluvia podría endulzar la sequedad del aire, pero no parece que eso vaya a ocurrir hoy, porque el cielo sigue sin fondo. “¿Qué hacen con los ladrillos una vez que están secos?”, pregunto a Juan. Me contesta con una mirada dirigida a los ojos de su padre, Miguel Huachaca, quien apenas puede trabajar porque tiene el brazo fracturado.

El hombre de 39 años me mira con cierta desconfianza, pero es él quien responde en lugar de su hijo: “Aquí está aún fresco. Ahorita vienen los camiones para llevarlo al horno”.

Lo compruebo a última hora de la mañana, cuando aparece un joven al volante de un camión de ladrillos infinitos, emitiendo gruñidos de motor desgastado y con una clara afición por descarrilar por estos polvorientos caminos. Los vehículos son propiedad de una empresa de construcción, que se encuentra en expansión estos años.

“¿Qué te gustaría ser de mayor?”, le pregunto de nuevo a Juan en un despiste de su padre. “De grande quiero ser mecánico de camiones y no trabajar llenando (con barro los moldes para los ladrillos), porque me chanco (estropeo) las manos haciendo el barro y me deja cicatrices”, concluye cerrando los labios sin poder evitar que se le escape un murmullo por los ojos.

Escribo este artículo para recordarle que las capacidades y sueños de Juan son iguales a los de nuestros hijos. Antes que cambie de lectura, déjeme decirle tan sólo que la única diferencia es que a él le ha tocado sobrevivir en la pobreza. Su infancia, como la de todos los niños y niñas trabajadores, es una piñata frágil, fácil de reventar.

Imagínese usted ahora a Juan arropándose con la manta en el sofá de su sala. De la suya, no de la de Juan. La casa de Juan no tiene sala, y menos sofá.

Imagínese el control remoto en una de sus agrietadas manos. Imagíneselo en los charcos de agua. Pero esta vez, no preparando la masa arcillosa, sino salpicando infinitamente sobre ellos. Imagine a Juan en el barro. Pero esta vez no dándole forma al ladrillo, sino regresando a casa con él en las rodillas.

Imagíneselo corriendo y bailando con el viento. Pero esta vez no para saborear la sequedad de los ladrillos, sino para disfrutar de principio a fin de esos días donde las tristezas no tienen lugar.

Sí, lo sé. Sé que un niño de Huachipa trasplantado a su sala, así de pronto, visto desde este lado del mundo, parece más bien un niño dado la vuelta. Y créame que Juan lo está. Está dado la vuelta, porque a su edad tiene ya las manos salpicadas de años. Lleva demasiados veranos montando en un columpio de plomo que no se balancea.

Vuela una cometa torpe, que no levanta del suelo por culpa de un viento arbitrario. Juan es un adulto en un cuerpo de niño. Es un niño del revés.




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