05 mayo 2014

Oficios que la modernidad apaga

Lo que el tiempo se llevó. La modernidad y globalización trajeron consigo mayor mecanización, lo que provocó que muchas ocupaciones quedaran en desuso. Hoy algunos se mantienen activos.

Testimonios de vida.



Parece que el tiempo pasa cada día más de prisa, que la distancia entre un fin de semana y otro se acorta, que muchas veces 24 horas no son suficientes para todo lo planificado. Y más de uno siente al llegar la noche que su lista de pendientes en la vida se mantiene inalterable. Pero mañana es otro día y hay la intención de no dejarse llevar nuevamente por la vorágine de la modernidad, donde el uso de las tecnologías y el ritmo acelerado de la vida te sumergen -inexorablemente- en el sistema de la inmediatez.

Dejando de lado la connotación individual, qué efectos tiene este sistema globalizado en las sociedades modernas; muchos pero sin duda, uno de ellos, es el surgimiento de la cultura de lo descartable.

Por un lado, el desarrollo de la tecnología e industria ha reemplazado el trabajo del hombre en muchas etapas del proceso productivo en diferentes áreas industriales, lo que permite la fabricación en grandes cantidades de un mismo objeto a precios más bajos, lo que conlleva una mayor oferta y accesibilidad; y por el otro, el consumismo que ha logrado implantar la cultura del “usar y tirar”.

¿No es más fácil y lleva menos tiempo descartar un reloj y comprarse otro que llevarlo a arreglar o desechar un pantalón despintado en lugar de hacerlo teñir para alargar unos meses su tiempo de vida?

Esta realidad ha provocado cambios en el campo laboral, los avances tecnológicos hacen que muchos oficios que antes eran indispensables, queden obsoletos y vayan desapareciendo con el tiempo; aunque haya algunos que todavía permanezcan como una actividad residual e incluso nostálgica.

El pasado primero de mayo se celebró el Día del Trabajo en Bolivia. Es por eso que este reportaje va dedicado a los tintoreros que hábilmente devuelven el color a las prendas, a los afiladores que aún recorren las calles con su bicicleta; a los relojeros que desarman y arman cientos de diminutas piezas para que los tic tac de los relojes sigan el paso del tiempo; a los maquinistas de trenes que llevaban esperanza de una estación a otra… y a través de ellos recordar y valorar a todos los oficios de ayer que todavía no apagan la modernidad.

Media década arreglando relojes


Una vez cumplidos los 16 años y concluido el colegio, su padre Benigno le explicó que no podría continuar sus estudios y que debía aprender su oficio para ganarse la vida. Ese instante, comprendió que no tendría otra opción que convertirse en relojero, una ocupación que con el tiempo llegó a dominar con una destreza que hoy, después de 55 años, todavía lo mantiene como el único en Cochabamba capaz de fabricar con torno piezas minúsculas de relojería y de arreglar relojes de bolsillo.

Uno de los cuatro relojes cucú colgados en el pequeño cuarto marca las cinco de la tarde, la hora pactada para la entrevista. El cuarto es pequeño, las paredes están adornadas de varios relojes de pared, que esperan su turno para retornar a la vida. Uno de ellos tiene un color dorado y un marco de madera antiguo de una gran belleza. “Es un Junghans alemán, realmente hermoso”, dice Carlos Guery Rivero Zapata, al darse cuenta que mi vista quedó fija por unos instantes en aquella pieza.

Un mesón de madera con laterales de vidrio es su lugar de trabajo, donde se encuentran miles de piezas pequeñas, que servirán para el arreglo de los ocho relojes de bolsillo, el reloj Omega y los otros muchos que están sobre la mesa y en la parte posterior del cuarto, que fueron llevados por sus dueños desde la semana pasada.

Una lámpara rectangular con luz neón colocada a pocos centímetros de altura del mesón permite que don Guery pueda ver mejor, eso sí ayudado también por una pequeña lupa en forma de dedal que se coloca en el ojo derecho para visualizar la forma y el tamaño de las piezas.

A un costado del cuarto está una máquina de tornear antigua que funciona a pedal, es un recuerdo de su padre, quien a fines del siglo pasado ya daba forma a las piezas que necesitaba para poner en marcha los relojes mecánicos que llegaban a su taller.

¿Cómo decidió ser relojero?, pregunto. Con una sonrisa de resignación responde: “tuve que aprender el oficio”. Así fue como durante horas, día tras día observó cómo su padre desarmaba y armaba relojes, quien le enseñó la técnica con dedicación.

Cuando cumplió 21 años, sintió listo para independizarse. En la joyería City, que funcionó en la calle Bolívar cerca a la Plaza Principal, trabajó durante dos décadas. Después abrió su propio taller en la Av. San Martín, cerca del mercado 25 de Mayo.

Cambió de lugar varias veces hasta quedarse en la calle Colombia, media cuadra antes de la 16 de Julio y donde asegura que morirá su oficio, ya que no quiere que ninguno de sus cuatro hijos continúe su trabajo.

Mientras tanto, tornear piezas, cambiar pernos o ejes de volantes y revisar los engranajes es asunto de todos los días; un servicio casi exclusivo para conocedores y coleccionistas, que acuden en busca de su ayuda.

Un mago en el teñido de prendas


Después de recorrer varias limpiezas de ropa buscando alguien que sepa teñir ropa, llegué a una ubicada en la calle Junín casi Calama. Allí un hombre de mediana edad me atendió con amabilidad y aceptó hacer el trabajo. Miró el pantalón, lo tocó y dijo cuáles serían los colores que quedarían mejor.

Sin duda, había llegado a la persona indicada. Gabriel Juanes Peñarrieta aprendió el oficio de teñir tejidos y prendas de vestir gracias a Héctor Vidaurre, un amigo que era propietario de una limpieza de ropa.

Durante toda una noche, le enseñó los trucos del teñido de la ropa de algodón. “Ese día me dijo que aprenda este oficio porque era un buen trabajo. Ahora las personas que buscan un teñido son pocas pero a mi me gusta mucho este trabajo, me ha dado grandes satisfacciones”, sostiene Gabriel Juanes.

El teñido se realiza manualmente. Durante una hora la prenda hierve en una olla grande llena de agua con el tinte elegido.

No es una tarea fácil puesto que antes del procedimiento se tiene que evaluar el tipo de tela para determinar si el tinte agarra correctamente. “Hay veces que se tienen que hacer pruebas con pedacitos de la ropa para ver qué color saldrá”, explica detalladamente.

Durante estos 22 años de trabajo en la tintorería, Gabriel Juanes tiene muchas anécdotas. “Un día un cliente me pidió que tiña una camisa amarilla que tenía una mancha de aceite de camión. La teñí con un color negro y el resultado fue un color plomizo rojizo. A él le encantó el resultado y cada cierto tiempo viene a que renueve el color. Me contó que se pone esta prenda en ocasiones especiales”, comenta.

A media entrevista, Gabriel Juanes entra en más confianza y comienza a contar otras experiencias de su trabajo. “Tuve varios clientes especiales, entre ellos Laureano Rojas. También me visitaban excombatientes de la Guerra del Chaco para que remoce sus trajes sastre. Uno de ellos, don Walter Rojas, tenía los casimires ingleses más finos”.

De pronto, Juanes cambia el tono de voz que se torna nostálgico y dice: “me duele el corazón cuando los recuerdo haciéndome bromas... venían a que les tiña sus trajes y me decían querían enamorar a bellas damas. Me enternecía pensar que a pesar de su edad tenían la ilusión del amor. Yo les decía que con los trajes nuevos seguro conquistarían a muchas”.

Si bien ahora no tiene muchos trabajos de teñido, se dedica por completo a los pedidos que todavía llegan.



Manejando locomotoras al Valle 



A sus 84 años, se mantiene activo y según él goza de muy buena salud, gracias a que toda su vida consumió muchos cereales, incluso ahora cada día de la semana acude a una pensión cercana a su casa, donde le preparan lawas y sopas de diferentes granos.

Son las seis de la tarde, el sol comienza a ocultarse. Dos sillas colocadas en medio del patio son el preámbulo de una entrevista donde contará sus experiencias de vida como maquinista de locomotoras en Cochabamba.



Andrés Corsino Sandagorda -sino es él último- es uno de los pocos maquinistas que trabajó para la Empresa de Ferrocarriles durante más de cuatro décadas y vive para contarlo.

Todo comenzó en 1948 cuando acudió a un llamado de trabajo para el tendido de la red ferroviaria desde Vila Vila (Mizque) hasta Aiquile, como parte del proyecto del ferrocarril Cochabamba-Santa Cruz. Tenía 18 años y el brío de la juventud lo aventuró a trabajar acomodando durmientes, una especie de cama de troncos, donde posteriormente serían colocadas las rieles.

Después de sacar su brevet profesional como conductor de vehículos, a los dos años lo cambiaron de sección, ahora manejaba uno de los camiones que acarreaba las troncas desde los aserraderos en el monte hasta Vila Vila.

Junto a Efraín Pereira, Hermógenes Vargas y Adrián Torrico, don Corsino realizaba dos viajes diarios hasta la zona de Wara Wara y Tablas Mayu. “No había caminos, muchas veces teníamos que abrirnos paso a pala y picota”, recuerda.

Después de varios años, el Ing. “Chiwawa” Méndez (no recuerda el nombre) lo invitó a manejar los primeros autocarriles que recorrerían la ruta Cochabamba-Vila Vila.

“En la maestranza de la estación habilitamos varios colectivos para colocarles rieles”... “era raro, primero viajé esa ruta llevando troncos y ahora iba por el mismo lugar pero llevando pasajeros”.

Después de un tiempo, los autocarriles fueron cambiados por ferrobuses; don Corsino recuerda una anécdota.

En 1967 el presidente René Barrientos llegó a Cochabamba para inaugurar el tramo a Aiquile, cuando faltaba cinco kilómetros “me pidió que le enseñe a manejar para llegar a la estación al mando del ferrobús y la gente lo aplauda. Eso sí me pidió que no me aleje de él”, sonríe.

Don Corsino también vivió el cambio de ferrobuses a locomotoras. Sin duda, fue un trabajo sacrificado, muchas veces incluso manejó hasta 24 horas sin dormir, lo que afectó su vista por el constante lagrimeo. Pero cuando él habla de su oficio sus ojos se llenan de un brillo especial y no deja de mostrar su orgullo por ser uno de los pocos maquinistas que vivió el auge del ferrocarril en Bolivia.

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